A mediados del siglo XX, cuando comenzó la producción industrial de objetos de plástico, imaginaban un futuro utópico en el que este material librara al planeta de sus problemas: “El hombre del plástico vivirá en un mundo de coloridas y brillantes superficies, donde las manos de los niños no encontrarán nada que romper, sin bordes afilados ni esquinas cortantes, en el que no habrá grietas o recodos donde se refugien la suciedad o los gérmenes”, escribieron en 1941 los químicos Victor Yarsley y Edward Couzens en su libro Plásticos, convencidos de la revolución que traerían los materiales sintéticos.
Por aquel entonces, la producción global no alcanzaba el millón de toneladas anuales de útiles plásticos. Hoy, cuando se generan más de 300 millones al año, la ciencia que estudia los mares revela cada día que esa fábula luminosa y aséptica se ha convertido en una distopía más propia de una ficción apocalíptica. El sueño de aquellos químicos ha tomado forma de pesadilla al advertirse cómo los océanos se están inundando con basura de la mejor calidad, esa que flota durante siglos entre algas, tortugas y peces.

El fundador de Algalita, el capitán Charles Moore, fue de los primeros en llamar la atención sobre esta negativa consecuencia del desarrollo industrial del consumismo. A la vuelta de un viaje entre Hawái y California, relató cómo su catamarán tuvo que abrirse pasó por un “interminable mar de basura”, esencialmente plásticos. Y es que, según la mayoría de los cálculos, más del 80% de la cochambre que navega sobre la superficie de los mares es de este material. A partir de su relato, se extendió la idea de que existía una isla de plástico gigante nadando en el Pacífico, y que tenía el tamaño del estado de Texas. Aunque la historia de Moore consiguió llamar la atención sobre el uso y desecho masivo e innecesario de objetos plásticos, la realidad es que no existe tal isla.
Uno de los más importantes oceanógrafos del mundo, Carlos Duarte, explica que lo que sí hay en el Pacífico Norte, bailando sobre las aguas entre Hawái y Alaska, es una región de unos 200 kilómetros de diámetro, con una notable abundancia de material plástico. En esencia, se compone de restos de filamentos de redes de pesca sintéticas, que arrastran y acumulan importantes cantidades de trozos de plástico descompuestos en la mar salada y cocidos al sol. “El término isla de plástico no refleja en absoluto lo que se ha encontrado, que no es visible a ojo desnudo, pero que sí se aprecia si se arrastra una red de plancton”, explica el investigador español del CSIC.
Según Duarte, las acumulaciones se producen en las zonas de convergencia donde se juntan dos masas de agua o dos sistemas de corrientes superficiales, que tienden a acaparar partículas flotantes. “Los plásticos se acumulan porque sus tiempos de degradación en el océano son muy largos, de más de cien años”, afirma. Durante sus trabajos circunnavegando el globo a bordo del Hespérides para la Expedición Malaspina, su equipo encontró una mancha de basura sintética similar “en el Atlántico Sur, cerca de las costas africanas”.
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Como explica uno de los mayores expertos en la materia, Matthew Cole, son muchos los organismos marinos que consumen estas pequeñas piezas, de menos de cinco milímetros. “Al ingerirlos, animales marinos como moluscos, gusanos y peces acumulan importantes cantidades de contaminantes tóxicos en sus organismos”, señala el investigador de la Universidad de Exeter. Se han hallado restos de estos materiales sintéticos en 260 especies marinas y, en la zona del Pacífico Norte, el 9% de los peces tenían plástico en sus estómagos.
Cole asegura que su trabajo actual está demostrando que incluso el zooplancton es capaz de consumir estos materiales tóxicos. Al ser la base de la pirámide alimenticia marina, ese veneno plástico contamina toda la cadena alimentaria hasta alcanzar, finalmente, a las personas. El siguiente paso será descubrir cómo afecta a la salud este bumerán de plástico servido en nuestras mesas. Estos compuestos tóxicos pueden provocar importantes daños, desde alteraciones en el sistema inmune hasta anomalías en el desarrollo de los niños.
Mientras se analiza cómo nos lastimamos con nuestros propios desperdicios, se han lanzado varias campañas globales para tratar de limpiar los mares. “La solución definitiva es la prevención, conseguir que dejen de llegar estos restos al mar”, resume Carey Morishige, coordinadora del programa de desechos marinos de la NOAA (la agencia del Gobierno de EEUU para investigar los mares y la atmósfera). Según explica, han calculado que serían necesarios 68 barcos de cien metros de eslora trabajando durante todo un año para limpiar el 1% de la sopa con tropezones del Pacífico Norte. Duarte coincide con las conclusiones de NOAA: “Sólo hay una solución: usar menos cantidades de materiales plásticos. Bien porque se recupere una mayor cantidad del que se usa o porque además se reemplacen los materiales actuales por materiales biodegradables”. Esta solución sólo se logrará si el monofilamento de las redes se prohíbe por la Convención de Londres, que regula los desechos marinos.
Javier Salas en PÚBLICO.ES
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